Corría el año 1826 cuando se reunía en la entonces Gran Colombia el histórico Congreso de Panamá. La histórica congregación había sido convocada por el gran Libertador de América, Simón Bolívar. Alfarero de la unión mancomunada de Iberoamérica, Bolívar veía con preocupación la avanzada aparentemente indetenible de las tendencias separatistas del actual continente americano. Un año atrás, la oligarquía Atoperuana había conseguido hacerse de su autonomía de las Provincias Unidas del Río de la Plata, quienes desde Buenos Aires habían decidido deshacerse del territorio de la actual Bolivia para entregársela a la Gran Colombia; en el territorio del antiguo virreinato del Plata, los “Doctores” de la Ciudad de Buenos Aires sostenían una hostilidad superlativa hacia el Paraguay al tiempo en que intentaban insistentemente en perder la provincia Oriental –actual Uruguay– a manos de quien sea; en el norte, la Gran Colombia era sacudida por las tendencias centrífugas de los antiguos generales de la revolución. El proyecto bolivariano, que entendía a los antiguos territorios de la Corona Hispánica como una sola gran Nación, se resquebrajaba día tras día. Resultaba imperiosa avanzar en la institucionalización de la integración iberoamericana antes de que la frágil estabilidad se evapore al calor de los intereses regionales de las oligarquías provinciales.
Lamentablemente, la incapacidad de los hombres más lúcidos de la Revolución Americana para comprender el riesgo que suponía la prevalencia de los privilegios de las ya dominantes oligarquías regionales marcó el destino del histórico congreso. El conjunto de los agentes de las oligarquías iberoamericanas operaron en función de vaciar al Congreso de Panamá de representación efectiva. Escribía al respecto el pensador nacional Jorge Abelardo Ramos:
“Las oligarquías agrarias exportadoras eran los sectores más poderosos de los nuevos Estados, que recogían en cierto modo el atraso de España, su política de saqueo asiático y una orgánica debilidad industrial. Ese vástago que España lanzaba a rodar por el mundo adolecía de peores insuficiencias todavía que las evidenciadas por la metrópoli en el momento de la independencia”.
Y agregaba:
“Al coronar su victoriosa campaña militar y alcanzar el mayor poder político de su azarosa carrera, Bolívar advertía que también había llegado a su fin su magno programa unificador. La tentativa de imponer al Perú, la Gran Colombia y Bolivia la Constitución centralista que había concebido para esta última, desencadenó rápidamente la disgregación de todo el sistema. (…) En el Perú, y particularmente en Colombia, se resistió abiertamente la aplicación de la Constitución boliviana. El caudillo llanero Páez intrigaba en Caracas y el Vicepresidente Santander lo hacía en Bogotá. El año 1826, en que se reúne el Congreso de Panamá, resulta ser, trágicamente, el año de la destrucción de la Gran Colombia. En el Perú, los mediocres jefes militares peruanos surgidos a la sombra del Libertador, conspiraban contra él para romper los lazos que unían al Perú con Colombia y Bolivia. En Bogotá se distinguen dos tendencias: el partido liberal, encabezado por Santander y partidario de la Constitución de Cúcuta y los bolivarianos, menos numerosos, que sostienen la constitución centralista del Libertador.
Nada había quedado del programa de liberación nacional que los grandes hombres y mujeres iberoamericanas pensaron para la Patria independizada del yugo español. La “libertad”, fundamento estructural de los pensadores patriotas de antaño, convertíase día tras día en una abstracción absoluta cuyo único fundamento no era otro que el de justificar la balcanización continental. Al igual que tantos y tantas líderes revolucionarias, el gran Bolívar, quien años atrás fuera el hombre más poderoso del continente, moriría pobre, expulsado de la tierra que lo vio nacer, traicionado por las emergentes repúblicas que había liberado y negado por la Historia durante décadas.
La balcanización de Iberoamérica fue el programa establecido por la Corona Británica en virtud de su desarrollo imperialista. Sería aquella fractura brutal el centro de gravedad de su expansión colonial a lo largo del siglo XIX; sería también la herencia que legarían, llegada su hora decadente, a emergente imperio de los Estados Unidos entrado el Siglo XX. Iberoamérica pasaría así de manos por segunda vez: primero, de los españoles a los británicos; luego, de los británicos a los estadounidenses, siempre con el complaciente acompañamiento de las sediciosas oligarquías vernáculas.
Pasarían décadas antes que aconteciera la segunda irrupción de América en el mundo. El siglo XX recogería las semillas que Bolívar había sembrado en la mar y las plantaría en tierra firme. Sin pedir permiso, los remanentes del americanismo irrumpirían por segunda vez en la historia. Nicaragua, Argentina, México y Perú se levantarían en rebelión contra el orden oligárquico imperialista. Le seguirían Brasil, Chile, Guatemala y otras naciones de la región. Inmensos movimientos nacional-populares surgirían con potencia inusitada. En la Argentina, el peronismo sentaría las bases del más alto grado de conciencia iberoamericana. El pensamiento continentalista de Perón se extendería a lo largo y ancho de la región. El corto desarrollo del “ABC” fue comprendido por las potencias mundiales como el intento de Suramérica de reformular el proyecto inconcluso de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Aquella entidad supranacional, que una vez congregó los actuales territorios argentino, paraguayo, uruguayo y boliviano, constituía un riesgo desproporcionado para los intereses foráneos, así como para los privilegios de las oligarquías provinciales devenidas en gobernantes nacionales. Las incontables invasiones extranjeras, recurrentes golpes de estado, formación de múltiples organismos multilaterales dirigidos por los Estados Unidos y mega operaciones de intervención orquestadas desde los centros del poder global vividas por Iberoamérica durante todo el siglo XX no tenían otro objetivo que el de desandar el rumbo integracionista iniciado al sur del continente.
El siglo XX culminaría con una América políticamente dominada por los Estados Unidos, económicamente sometida a los designios de los grandes organismos multilaterales de crédito y socialmente devastada. De las cenizas que había dejado el Neoliberalismo, surgiría la tercera irrupción del proyecto Bolivariano en América. Como en el siglo pasado, comenzaría al sur del continente. La experiencia centenaria del proyecto de la Patria Grande potenciaría a los movimientos populares de la región de una forma inédita. Nunca, desde los primeros años de la independencia, América veríase tan unida en pensamiento y acción como en la primer década del siglo XXI. El desarrollo de la unidad iberoamericana entre el 2003 y 2015 habíase institucionalizado. Potentes organismos regionales emergían con objetivos geopolíticos concisos. La soberanía alcanzada encontró límite en la debilidad de los gobiernos populares de Argentina, Brasil y Ecuador. Al igual que dos siglos atrás, los líderes más sólidos del continente fueron incapaces de derrotar a las oligarquías de sus respectivas naciones. En Argentina, las fuerzas unificadas de la reacción liberal conservadora triunfaron frente a un movimiento popular fragmentado y debilitado; en Brasil, las contradicciones al interior del PT posibilitaron el derrocamiento de la presidenta Rousseff; en Ecuador, la ostensible incapacidad de la Revolución Ciudadana de encontrar un cauce unificador tras la salida de Correa del gobierno impidieron que las tendencias populares del movimiento controlaran el gobierno ante la traición de Lenín Moreno.
La derrota del proyecto de la Patria Grande en estas naciones facilitó la injerencia de los Estados Unidos en Bolivia y Venezuela, quienes ante la ausencia de gobiernos aliados, debieron adoptar políticas defensivas de mayor o menor intensidad. Durante el breve cuatreño de hegemonía oligárquica en la región, los organismos regionales como UNASUR, MERCOSUR y CELAC fueron desarticulados. La emergencia de bloques regionales adversos al proyecto bolivariano como el fallido Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica o el llamado Grupo de Lima –ambos originados en la histórica pretensión de los Estados Unidos de organizar, administrar y controlar el proceso de integración regional– tuvieron por objetivo táctico el reemplazo de las estructuras nacional-populares forjadas entre el 2003 y el 2015. El golpe de Estado acontecido en el hermano Estado Plurinacional de Bolivia a finales de 2019 se encuadra en esta situación. De la victoria del Peronismo en la Argentina a la liberación del líder brasilero Lula Da Silva no había pasado ni un mes; casi en paralelo, grandes protestas surgían inesperadamente Chile y Ecuador; tiempo después, Colombia seguiría el mismo camino; López Obrador daba sus primeros pasos como el primer presidente popular mexicano en décadas. El panorama resultaba preocupante para las fuerzas de la reacción. Alberto Fernández y Obrador articulaban pasos de sur a norte en dirección a la reconstrucción de la CELAC, el pueblo colombiano se levantaba en grandes manifestaciones, Chile no cesaba ante las brutales represiones y Evo Morales Ayma había triunfado en las elecciones bolivianas. Era el momento de actuar y apartar Bolivia antes de la asunción del gobierno argentino electo. El 10 de noviembre de 2019, a 13 días del triunfo del Frente de Todos en la Argentina y a menos de 48 horas de la liberación de Lula en Brasil, el Movimiento al Socialismo era derrocado por la horda armada de las fuerzas regresivas del país andino; las mismas que en los albores de su independencia, ante el terror de que las masas indígenas se contagiasen del espíritu insurreccional reinante en las masas federales del sur desatando una “guerra de razas” en el territorio altoperuano, le endulzarían el oído al Mariscal Sucre jurando fidelidad eterna a Bolivar de la Gran Colombia en virtud de escindirse de las Provincias Unidas; las mismas que, tras haber adoptado el nombre del Libertador para su falaz república, lo traicionarían inescrupulosamente. El Sr. Olañeta, quien al estallar la Revolución optó por el bando realista en defensa de su poderío feudal, que luego se pasaría al bando del Ejercito Patriota, que ante el recuerdo de la bravura de las montoneras del General Güemes aconsejó a Sucre la anexión del Alto Perú a la Gran Colombia, cumpliría un rol protagónico en el proceso de división de la región.
En gran parte, la historia de la constitución de Bolivia como “república independiente” se explica en el desprecio y el terror de las castas privilegiadas –otrora realistas, luego “bolivarianas”, después “bolivianas”– a la insurgencia indígena. Dichos sentimientos llevaron a la oligarquía imperante a destruir violentamente toda tentativa del pueblo originario –fracción mayoritaria de la comunidad boliviana– a la autodeterminación. Del asesinato de Túpac Katari y Bartolina Sisa entre 1781 y 1782, pasando por el monstruoso final del líder popular Gualberto Villarroel en 1946, hasta las terroríficas masacres de Senkata y Sacaba a finales del 2019, todo obedece a la misma línea histórica cuya trágica fecha fundacional es la escisión del Alto Perú de las Provincias Unidas del Río de la Plata. El gobierno de Evo Morales no solo significó la irrupción de las clases y etnias oprimidas en el mando de la nación andina, sino también la integración sólida y fraterna entre el naciente Estado Plurinacional y su casa madre, la Argentina. En los años de gobierno del MAS y el Frente para la Victoria, los lazos entre ambos países adquirieron una solidez inquebrantable. A pesar de las divisiones institucionales, Argentina y Bolivia operaron en la arena geopolítica en forma mancomunada, defendiendo los mismos intereses y hablando con una sola voz. La hermandad entre ambos pueblos constituye un riesgo ostensible para las oligarquías separatistas, quienes ven en dicha unidad un riesgo de muerte para sus respectivos sistemas agroexportadores construidos sobre la derrota del proyecto bolivariano.
La región suramericana muestra signos virtuosos de evolución política. Como todo proceso sólido, el proceso se constituye de abajo hacia arriba y de la periferia al centro. La post-pandemia presenta desafíos ostensibles para Suramérica. El riesgo de que las potencias mundiales pretendan hacer pagar a Iberoamérica los costos de la parálisis económica del Covid-19 resulta ostensible. Ya lo han hecho tras la primera guerra mundial e intentaron hacerlo tras la segunda. En este contexto, la necesidad de contar con un organismo regional potente capaz de equilibrar la fuerza de “los grandes” frente a “los pequeños” surge con fuerza. Desde su asunción como presidente de las y los argentinos, Alberto Fernández ha señalado la importancia de retomar la experiencia de la CELAC, así como de refundar UNASUR. Toda la política exterior de la Argentina en lo que respecta a Iberoamérica ha sido, en verdad, pensada como “Política Interior”. La conciencia del presidente argentino en derredor de la necesidad de integrar el continente es clara y precisa. Retomando el pensamiento del pensador oriental Alberto Methól Ferré, Fernández entiende a la Argentina como el centro de gravedad de la unidad continental, y así ha operado. Desde el minuto uno del golpe de Estado en Bolivia, tanto Alberto Fernández como Cristina Kirchner articularon una extraordinaria operación de salvataje en virtud de cuidar las vidas de los líderes depuestos por la oligarquía andina. Durante todo el período del gobierno de facto de Jeanine Áñez, el gobierno argentino se negó a reconocer su presidencia; denunció ante todos los foros multilaterales las aberrantes violaciones a los Derechos Humanos contra pueblo boliviano y los/as dirigentes del MAS perpetuados por la Dictadura; acogió, no solo a Evo Morales y Álvaro García Linera como exiliados políticos –hecho que provocó la furia de las potencias imperialistas– sino a todo perseguido o perseguida del país hermano que solicitara asilo político; nunca dejó de llamar al régimen boliviano como lo que era “un gobierno de facto”; facilitó a los líderes del MAS la posibilidad de transformar la Argentina en el centro de operaciones de campaña de la resistencia política de cara a las elecciones pasadas. Hasta el último momento, Alberto Fernández salvaguardó la integridad física de Evo Morales. Fue el mismísimo presidente argentino quien cruzó con el líder indígena la frontera argentino-boliviana.
La victoria de Luis Arce y David Choquehuanca en los últimos comicios es la demostración innegable de que en América el proyecto del Capital financiero especulativo global está derrotado. Lo evidencia también el triunfo del pueblo chileno en el referéndum constitucional celebrado en las calles hace pocos días. La corta parálisis de la protesta social provocada por la pandemia del Covid-19 ha culminado, y de norte a sur del continente se erigen fuerzas populares de magnitud considerable. En el Brasil, el desgastado gobierno de Jair Bolsonaro apenas logra contener el descalabro económico distribuyendo parte del ingreso hacia los sectores más vulnerables en pos de alejarlos de la agigantada figura de Lula Da Silva. La figura de Gustavo Petro se ensancha cada día más en una Colombia convulsionada por la tiranía de los sectores privilegiados.
Iberoamérica augura una cuarta irrupción en breve. Esta vez, de sur a norte del gran continente. La asunción de Luis Arce como presidente será el primer paso hacia la reconstrucción de la Patria Grande. El legado de las Provincias Unidas del Río de la Plata sigue vivo. Hace décadas ha dejado de ser una utopía literaria, para transformarse en materia práctica, en hecho fáctico, en realidad efectiva. La refundación de la UNASUR será el primer paso; la evolución de la CELAC en una gran Confederación de Naciones Iberoamericanas, la derivación natural del proceso. Los resultados de las últimas elecciones estadounidenses representan para la región un riesgo innegable. Más la multipolaridad que impera en el mundo resulta favorable: si los primeros pasos hacia la integración fueron posibles en pleno apogeo del Neoliberalismo, la etapa naciente no debiera tener mayores problemas si el proceso de integración llega a buen puerto. En este proceso, el rol de la Argentina y Bolivia es esencial. Trabajando como unidad territorial, económica y política, ambas naciones podrán impulsar el proyecto bolivariano de integración con potencia inusitada. Sus pueblos, hermanados en un sentimiento fraterno, acompañan entusiastas los grandes objetivos trazados por sus líderes. El 8 de noviembre de 2020 es la fecha fundacional del proceso de reconstrucción de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Será ella, junto a la América toda, quien concretará la revolución inconclusa del Libertador Simón Bolívar, paralizada en el tiempo en aquel fallido Congreso de Panamá. Contra ella se alzará el rugido de mil leones rabiosos que, desde el extranjero, exigirán la disolución de la comunidad naciente. Más no serán más que campanas de palo. La robusta, orgullosa y altiva Suramérica ha decidido ser artífice de su propio destino y ya nadie podrá detener sus anhelos de libertad y de justicia.
Camilo Porto Rojas | Línea Nacional Popular
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