Supongamos que un espectador sensible e inteligente pero ignorante de la técnica musical escucha por primera vez la ejecución de una sinfonía. La ola de acordes despertará en su sensibilidad un mundo de intraducibles perspectivas. Los sonidos se transfundirán en imágenes y es posible que lo envuelvan la cromática turbamulta de sonidos y de luces en que el orden de recuerdos y esperanzas se subvierte en la cadencia de la sinfonía. Pero si el espectador consigue mantener en vigilia su observación, se asombrará de la disciplina estricta que rige ese aparentemente caótico mundo de sonidos. Se asombrará de la puntualidad con que cada instrumento comienza a sonar o se calla y de la exactitud del timbre y del volumen del sonido que cada grupo ejecutante aporta a la voz conjunta de la sinfonía. Hay allí un orden y un plan al que se subordinan todos, desde el imperante bombo y el timbal que redobla como si resonara al frente de un ejercito, hasta el director que se desarticula en el geométrico vaivén de la batuta. Cada uno maneja individualmente su instrumento y tiene su función, pero todos obedecen puntillosamente los dictámenes de un texto que sólo es inteligible para los músicos. Quien verdaderamente manda allí, no está presente. Ellos no son nada más que intérpretes de una voluntad escrita en un lenguaje sólo por ellos inteligible, un lenguaje con muchos puntos negros como un texto masónico.
Muy semejante al de la música es el espectáculo intelectual y la técnica de la política. Cada político maneja un instrumento de sonoridades, timbres y voces particulares. Cada uno es distinto de los otros, independiente, y aparentemente libre de ejecutar lo que se le ocurra. Pero ésa es una ilusión falaz que sólo puede engañar al que ignora las leyes de un concierto político. Parecen libres, como los músicos de la orquesta. Pero si están en la orquesta, es porque están concertados, es decir, armónicamente combinados en las ulterioridades de la sinfonía política. Soplan en la flauta, no cuando quieren, sino cuando les corresponde soplar. Un artículo inocente, un editorial sin trascendencia, un antecedente aportado por un jurista, un ensayo, una opinión colateral, son modulaciones que se sincronizan en la gran voz de la publicidad, cuya resonancia ahoga el genuino clamor de la necesidad nacional.
Primero fue un socialista, el doctor Sánchez Viamonte, quien propuso abolir toda estructura legal y dejar al país en el estado de horda. Después opinó un antiguo abogado de empresas británicas, el doctor Clodomiro Zavalía, y propició un sistema menos drástico: bastaba reimplantar las normas dictadas en 1853 y eliminar las pocas reformas introducidas en 1949. Luego dictaminó un abogado nacionalista, el doctor Bonifacio del Carril. Aseguró que la operación era más sencilla aún, porque la Constitución era única y no había dejado de estar en vigencia en ningún momento la sancionada en 1853. La "tribuna de ideas" ubicaba estas opiniones en el rincón de su página editorial tradicionalmente consagrada a los pensamientos matrices de la comunidad argentina, como la coordinación de transportes y el Banco Central. Las voces menores del periodismo hacían y hacen un coro estridente a la vociferada e imperiosa necesidad de reformar la Constitución.
Se arguye que la Constitución Argentina no es democrática ni republicana porque permite la reelección del presidente y se hace caso omiso de que la Constitución norteamericana, de donde está copiada la nuestra en su mayor parte, también acepta la reelección de los presidentes. Pero la alharaca que se alza en torno a la reelección es una coartada de disimulo. Allí no están los huevos del tero. Es sabido que el tero chilla en un lugar distante del nido para distraer y alejar a los que buscan sus huevos. Los huevos del tero están en el artículo 40 de la Constitución Argentina. Es el artículo 40 el que se quiere eliminar, no el que se refiere a la reelección del presidente. ¡Qué apuro habría para modificar un artículo que recién tendría aplicación dentro de siete u ocho años? Se dice que antes de llamar a elección será indispensable rehacer los padrones, operación que consumirá, por lo menos dos años. El presidente que resulte electo gobernará durante seis años. Recién entonces cobrará importancia el saber si puede ser o no reelecto. Tampoco es concebible que hayan despertado esa saña combativa los artículos y capítulos simplemente formulativos de los derechos del trabajador, de la familia y de la ancianidad, porque en última instancia, su fuerza ejecutiva puede ser desvirtuada por vía de interpretación jurídica.
Pero el artículo 40 sí es un obstáculo, una verdadera muralla que nos defiende de los avances extranjeros y está entorpeciendo y retardando el planteado avasallamiento y enfeudamiento de la economía argentina. Mientras esté vigente el artículo 40, no podrán constituirse las sociedades mixtas, porque todo lo que se urde estará incurablemente afectado de inconstitucionalidad. Ni los transportes, ni la electricidad, ni el petróleo podrán enajenarse ni subordinarse al interés privado, con que se enmascara el interés extranjero, mientras permanezca en pie el artículo 40 de la Constitución Nacional.
La orquesta de la traición no lo cita, siquiera, al artículo 40. No se refiere a él para nada. Ni siquiera simula menospreciarlo o restarle importancia, porque eso equivaldría a reactualizarlo en la memoria pública. Lo ignora, simplemente. No se ha escrito ni una línea en contra del artículo 40, lo cual demuestra que hay una consigna a ese respecto. Todo lo que se ha construido bajo el régimen del "sangriento tirano depuesto" ha sido ametrallado sin piedad y sin entrar o considerar si llenaba o no una función útil a la sociedad. Nada se ha librado de la crítica malevolente y de la intención disgregadora: hombres, instituciones, leyes, resoluciones, fueron mancillados por las infamaciones más increíbles, pero el artículo 40 está allí, en su soledad de monolito marcando el punto preciso hasta donde puede llegar la intromisión extranjera. ¿Y no es este silencio la mejor prueba de que es él a quien amenaza la creciente marea anticonstitucional?
Cada párrafo del artículo 40 tiene la recia estructura de un bastión, y sus nítidas aristas no se prestan a torcidas interpretaciones. "La importación y la exportación estarán a cargo del Estado". "Los minerales y caídas de agua, los yacimientos de petróleo, de carbón y de gas y las demás fuentes naturales de energía, con excepción de los vegetales, son propiedades imprescriptibles e inalienables de la Nación". "Los servicios públicos pertenecen originariamente al Estado y bajo ningún concepto podrán ser enajenados o concedidos para su explotación". "Los que se hallasen en poder de particulares serán transferidos al Estado, mediante compra o expropiación". "El precio de la expropiación... será el del costo de origen... menos las sumas que se hubieran amortizado". Son párrafos perfectos, concluyentes y sonoros como una cachetada. Cuando el artículo 40 estaba a consideración de la Asamblea de Constituyentes, una tremenda ola de cablegramas pretendió anegarlo y ahogarlo en germen. Durante varios años, el artículo 40 fue el centro de la animadversión periodística y diplomática extranjera. De pronto se ha hecho el silencio en torno. Los antirreformadores de la Constitución pasan en puntas de pie y parecen ignorarlo. Pero nosotros que tenemos una larga práctica en la técnica de las orquestaciones políticas denunciamos que el verdadero objetivo de las proyectadas reformas a la Constitución Nacional es el de derogar o anular o eliminar el artículo 40. Y sólo nos resta esperar que el silencio que lo rodea sea como el silencio que en la novena sinfonía precede a los tres golpes del destino.
Raúl Scalabrini Ortíz
Bases para la Reconstrucción Nacional
Buenos Aires, año 1965.
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