Así como en todas las épocas, el título de este breve trabajo evoca aquella zona erógena de la inteligencia cipaya. “El fetiche de la Constitución” es el título con el que el historiador nacional José María Rosa titularía uno de sus grandes trabajos. En él, el revisionista delinearía los sucesos que llevaron a nuestros “demócratas” a alabar la sacra letra de la Constitución:
“En 1853 el país ‘se organizó’: fue una frase acuñada por los triunfadores. Una legalidad ficticia, mantenida por un andamiaje en que entraban muchas cosas: la enseñanza liberal, la prensa, el ejército de línea, los cantones de fronteras, los intereses foráneos. No hay verdadera ley cuando esta no previene de una voluntad nacional ni se inspira en las maneras o las necesidades de un pueblo. Lo que se ha llamado “organización nacional” fue una desorganización jurídica. “
Por la entrada de Av. Entre Ríos, podrá verse la inmensa escalinata del Congreso de la Nación Argentina. Delante de Ud. se levantarán dos grandes placas de metal. En el Ala Izquierda, podrá verse el Manifiesto del “Congreso General Constituyentes a los Pueblos de la Federación; en el Ala Derecha, el Preámbulo y un breve apartado al final con las reformas constitucionales acaecidas desde 1853 a la fecha. Allí se hace mención a las reformas del 1860, 1866, 1898, 1957 y 1994.
La honorable placa expresa en su contenido la “historia constitucional” de la República Argentina. El buen lector se habrá percatado de una ausencia notable: la Constitución Nacional de 1949. Dicha reforma –haciendo referencia al espíritu del texto de José María Rosa– no ha sido considerada por la Democracia Argentina como parte de su historia. Efectivamente, tras su anulación en 1956 jamás ha vuelto a ser considerada como un texto constitucional. Fue proscripta deliberadamente y para siempre. Una verdad tan sólida como el acero es que todos los gobiernos de nuestros períodos democráticos pretendieron ignorar la existencia de la única constitución popular de nuestra historia. Así, la Constitución Nacional de 1949 fue borrada del historial de reformas, tal como se lo podrá comprobar la placa aludida en las entradas del Congreso. Su ausencia entre las reformas de la Carta Magna de 1853 es -considerando la relevancia simbólica del edificio- toda una declaración política. Sobre todo, a sabiendas del carácter “antidemocrático” que se le adjudica al peronismo, cuando ha sido precisamente la constitución Peronista la única que fue borrada literalmente de la historia democrática. Ninguna fuerza política, ninguna institución notable, ni la ciencia, ni la academia, ni las artes, ni la religión, nadie respondió por la anulación de una constitución nacida al calor de una legítima convención constituyente. No. En ese entonces, la “Constitución” valía tanto como los cuerpos despedazados de los y las compatriotas víctimas de los bombardeos a Plaza de Mayo.
En este marco, nos adentramos a la idea original de este trabajo.
El pasado jueves, los sectores medios de diverso origen acudieron a la convocatoria de los dueños del Capital e hicieron lo que hacen mejor: actuar como lugartenientes de intereses ajenos. Efectivamente, el Cacerolazo convocó, a través de consignas abstractas referentes fundamentalmente a la DEFENSA DE LA CONSTITUCIÓN Y LA LIBERTAD, al antiperonismo a volcarse en balcones y esquinas a protestar contra las políticas del gobierno constitucional de Alberto Fernández.
Como ha de entenderse en el texto aludido de J.M. Rosa, ambos elementos, “constitución” y “libertad”, en nuestra Nación, son privilegio de la Oligarquía y las minorías privilegiadas que de ella dependen.
El evento habíase pensado de una envergadura que no tuvo: Miles de apátridas saliendo a la calle a expresar su desprecio hacia “los chorros” que intentan tapar con “la excusa del Coronavirus”, la corrupción congénita de sus funcionarios.
La “Constitución” sería el punto cardinal de la convocatoria: aquella norma de normas que poco conocen pero que mesiánicamente intentan defender. La Constitución es, para el cipayo, la expresión corpórea de su fétido dogmatismo. Todas las ideas que han depositado cuidadosamente en su sentido común se encuentran allí, o eso piensa: es más que probable que jamás haya leído su contenido. Como todo axioma, la “Defensa de la Constitución” carece de fundamentos sólidos; sus declamadores no ostentan un conocimiento profundo de su significado, ni sienten que lo necesiten. Simplemente se lanzan a vacío sabiendo que abajo encontrarán el colchón mullido del sentido imperante que amortiguará sus caídas. El Cipayo ama a la Constitución sin saber bien por qué. Curioso será que su desprecio al país –aquel trauma psicológico que lo conduce a vivir en un cuerpo nacional que detesta, sujetándolo a ideales de sociedad absolutamente ajenas y condenándolo a la autodenigración permanente, es decir, a la insatisfacción crónica– no alcanza a la Constitución Argentina, la cual entiende como la salvaguarda de “lo civilizado”.
Siempre la Constitución ha sido el fetiche de las bestias. Desde las réplicas unitarias hacía el sistema americano de Rosas a esta parte, no ha dejado de pensar en esta dirección. La “Libertad” entendida desde el prisma de la inteligencia cipaya tampoco significa cosa alguna: es una cascara vacía y nada más. La histeria manifiesta en las concentraciones de estos sectores es correlativa al inmenso grado de ignorancia en derredor de cada tema que pretenden defender. Lo que sí tienen en claro es a quien deben odiar. Y en función de ese odio, actúan.
El texto constitucional defendido por las bestias no es otro que la reforma de 1994. ¡Tamaña incongruencia de parte de quienes entienden que “los males que aquejan la Argentina comenzaron hace 70 años”, habida cuenta del origen (vergonzosamente justicialista) de dicha norma! Y es válida la alusión, toda vez que para las bestias, de Cooke a López Rega, de Perón a Menem, de Vandor a Kirchner, “todo es igual; nada es mejor”. He aquí la hipocresía del nuevo Medio Pelo (más pobre, más zonso y menos socialmente productivo que el Medio Pelo jauretcheano): ¡se erigen en defensores de una constitución creada por un justicialista! Vale aclarar -nunca falta algún “alma buena” que se le señale la luna con el dedo y se quede mirando la mugre de la uña- que quien escribe estas líneas aborrece el texto constitucional de la reforma del 94’, símbolo ésta de la más cruda derrota del Movimiento Nacional, del imperio de la Democracia Liberal (una democracia sin “Demos”) y del triunfo -ya en su etapa institucional- de los intereses que inspiró el golpe genocida de 1976. Lo que nos interesa señalar con esta alusión es el vaciamiento visceral que ostentan orgullosamente quienes predican que, del 4 de junio de 1943 al 10 de diciembre del 2015 ocurrieron todos los males que aquejan al país. El gorila no distingue entre “un peronismo” y “otro peronismo”; el suyo es un odio totalizador. En tal sentido, su persistencia en defender la actual Carta Magna es tan contradictoria como estúpida. Ahora bien, lo que no es ni contradictorio ni estúpido es el infernal aparato de colonización pedagógica, cuyos métodos han logrado que el Sujeto Gorila –por así llamarlo– salga a la calle a atacar a Alberto emparentándolo con Menem, aseverando que ambos gobernantes son lo mismo cuando en su retórica evidencia una opción preferencial por el privatismo, un desprecio total por todo lo público y una gran admiración por aquella abstracción que los imberbes llaman “el mundo”. En resumen, aunque en su intervención, el Sujeto Gorila declare su oposición al ex presidente riojano, todo su pensamiento se organiza en función a la añoranza de aquellos años mozos del menemismo en que el Mercado, y no el Estado, ordenaba las relaciones de poder en nuestro país.
El llamado “cacerolazo más grande de la historia” terminó por ser el lamentable y patético esfuerzo de una verdadera minoría política de hacer implosionar la política sanitaria contra el COVID-19. Su fracaso fue tan grande como la incapacidad oficial -vale decirlo- para frenarlo. Efectivamente, la derrota de las bestias no se debió a la impecable praxis de la dirigencia popular sobre los sectores convocados. Cómo ha dicho Perón: “No es que nosotros seamos buenos, sino que los otros han sido tan malos que nosotros terminamos siendo óptimos”. Efectivamente, si vale hablar del fracaso del Cacerolazo del 5 de mayo, es prudente corregir el desempeño en algunas áreas. Una de ellas es la Comunicación. Sobre todo en el terreno de los cuadros intermedios. Las extraordinarias cualidades del presidente a la hora de afrontar la inquisitoria periodística no son suficientes. La prensa privada -valga la obviedad- tampoco. Es aquí donde volvemos sobre algunos conceptos abordados en textos anteriores: la ausencia de un aparato comunicacional estatal que articule con los Medios Populares en función de los intereses de las grandes mayorías nacionales es un déficit imposible de ignorar. Depender de medios ajenos es un camino de ida al desastre.
Para finalizar, hemos de señalar que esto último debe ser revisado. A solo cinco meses de iniciado el mandato de Alberto Fernández, un sinnúmero de operaciones mediáticas han intentado ponerlo en jaque. Si nada ha funcionado se ha debido tanto al inmenso potencial del primer mandatario como al fresco recuerdo en la memoria del Pueblo de los peores cuatro años de las últimas décadas. Pero esta fortuna puede terminar de un instante para el otro. Las complicaciones económicas derivadas del aislamiento social sacuden los cimientos de una Patria en ruinas que clama por ser restaurada. Las vulnerabilidades del enemigo no deben subestimarse. La retórica del presidente, hasta ahora prudente frente a las agresiones opositoras, se ha modificado en función de la coyuntura, adoptando un tono más agresivo frene a los embates del Mercado, el Poder Financiero y el Gran Empresariado. Resta que los cuadros intermedios tomen nota de esta modificación discursiva e imiten a su principal referente: resulta ostensible que el Jefe de Estado no pueda referirse a tal o cual dirigente opositor en tonos más o menos rudos, pero nada impide que los cuadros intermedios operen en función de horadar el cerco mediático que protege a los jefes liberales. Finalmente, volvemos sobre la necesidad de orquestar un aparato comunicacional que organice y proyecte los medios públicos en dirección del discurso presidencial. En este sentido, el acompañamiento organizado de las señales populares es esencial y no debe ser dejada de lado: el modelo de la prensa privada jamás reemplazará la experiencia periodística de los medios cooperativos. El “Cacerolazo más grande de la historia” fue promocionado tanto por las voces opositoras como por la prensa presuntamente “oficialista” que, al criticarlo con conceptos equívocos, no hizo más que promocionarla. La ausencia total de una política comunicacional propia que proyecte la Comunicación Popular impidió que la reacción cipaya sea efectivamente desarticulada. La hasta inmensa representación social obtenida por el presidente en estos pocos meses, así como la férrea conciencia de un Pueblo que ha decidido seguir el rumbo indicado por sus representantes, han derrumbado las aspiraciones del antiperonismo. Esto no puede ser celebrado, sino observado. En Política, la popularidad, a diferencia del prestigio, es un recurso agotable. Si las cosas se agravan, debemos estar preparados.
Camilo Porto Rojas | Línea Nacional Popular
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