Por: Camilo Porto Rojas | Línea Nacional Popular
Ha dicho el Gral. Perón que "las masas no valen ni por su número ni por la calidad de sus componentes; valen por la calidad de los dirigentes que tienen a su frente".
Más allá de ciertas objeciones que podrían plantearse al respecto, debemos afirmar a la luz de los acontecimientos recientes que dicha afirmación es correcta. De ser al contrario, hace rato ya las alimañas que gobiernan el país desde el 10 de diciembre de 2015 ya habrían hecho sus maletas.
Las movilizaciones convocadas por la Clase Trabajadora han sido, a lo largo de todo el período liberal oligárquico, numerosas y nutridas. De 200 mil a 800 mil concurrentes ha sido el promedio inamovible de cada una de ellas. Éstas han actuado sobre el poder oligárquico como lo hace el agua: ha corroído lentamente la superficie que la contiene hasta lograr filtrarse y salir. El resultado electoral del pasado 11 de agosto ha sido el resultado, en gran medida, de la lucha activa y continua del Pueblo organizado. Mas ha de apreciarse que mientras dicha lucha callejera no encontró una dirigencia política sólida en la cual proyectarse, toda acción contra el régimen ha sido meramente defensiva.
Sin ofensiva no hay victoria. Sólo contención. Esta situación mantuvo en "empate técnico" a las fuerzas en pugna: si es cierto que la potencia sindical ha impedido que la ofensiva del gobierno contra el Pueblo causara daños irreparables, no es menos cierto que la acción opositora se encontró impedida de avanzar sobre las fuerzas de la reacción oficialista. Sólo cuando el peronismo decidió unificar fuerzas con el conjunto del Campo Nacional Popular tras la candidatura de la dupla Fernández - Fernández, la lucha del Pueblo organizado encontró un cause para golpear con fuerza.
En ciernes, sin una dirigencia política capaz de conducir los diversos dispositivos sociales de lucha en forma organizada hacia un objetivo inmediato, la contundente victoria electoral del 11 de agosto no se habría logrado.
En este punto sale a flote el motivo de estas reflexiones: la manifestación liberal conservadora del pasado 24 de agosto.
Se ha criticado la movilización de las fuerzas de la reacción contra el triunfo popular por ser "agresiva", "demencial" y hasta "patética". La imagen dantesca del presidente admirando la muchedumbre concentrada frente a la Casa Rosada, derramando lágrimas mientras su esposa le propina unos golpecitos en la espalda, abona dichos comentarios.
Sin embargo, dichas caracterizaciones no alcanzan para analizar el hecho en sentido práctico.
¿Qué intentó la movilización gorila? Intentó demostrar que la representación social del régimen sigue intacta y no ha disminuido. Sin embargo, el impacto logrado dista mucho de las ambiciones de sus organizadores. ¿Qué pasó?
Al criticar este tipo de acciones, el sentido común orienta al pensamiento a medir “masa contra masa”, es decir “volumen”. Esta forma de interpretar la potencia del adversario y la capacidad propia no es equivoca, mas resulta insuficiente para explicar los fenómenos electorales. En el siglo pasado, la llamada “Marcha de la Constitución y la Libertad” realizada en septiembre de 1945 fue una expresión contundente, verdaderamente nutrida, de las fuerzas antipopulares que luego constituirían la fórmula de la Unión Democrática que sería aplastada por Perón en las elecciones de 1946. Del mismo modo, la inmensa capacidad de movilización del Movimiento Nacional en tiempos de la llamada “Década Ganada” no impidió su derrota a manos de Mauricio Macri en los comicios del 2015.
En tal sentido, la potencia movilizadora de las masas puede ser decisiva en un determinado momento de la lucha. Más dicho elemento no siempre garantiza el triunfo. Existen otros factores decisivos sin los cuales resulta complejo explicar fenómenos electorales antes mencionados. Tales factores son, entre otros: 1) la calidad de la dirigencia política y social; 2) el programa de gobierno que los sustenta; 3) la correlación de fuerzas existente al momento de los comicios.
Si en 2015 la coalición liberal oligárquica se encontró unida, con un programa en apariencia novedoso para la sociedad (al menos en términos discursivos) y sólida frente a la crisis política que en ese entonces atravesaba el Campo Nacional Popular, en 2019 se presenta a elecciones fraccionada, debilitada frente a la fortaleza del conjunto de las fuerzas nacional populares y sin programa político que ofrecer mas que (como ha dicho el propio presidente) “ir en la misma dirección pero lo más rápido posible”. En 2015, el pensamiento liberal, las “verdades” del “mundo libre”, calaron hondo en un importante sector del país que creyó en él, permitiendo la victoria de la Alianza Cambiemos sobre un campo popular balcanizado y débil. Impuesta la realidad con la fuerza arrolladora que la caracteriza, los dogmas del liberalismo cayeron con la misma intensidad que fueron impuestos. En concreto: ya nadie piensa que pagar barato la luz, el gas o el transporte sea en su beneficio, ni que ir de vacaciones dos veces al año sea “vivir por encima de sus posibilidades”.
Por otra parte, el estado de anarquía reinante al interior de la coalición gobernante tras la derrota del 11 de agosto da muestras a los ojos de todos y todas la frágil dirigencia con la que cuenta Cambiemos. Si en sus casi cuatro años de gestión, la alianza liberal oligárquica no demostró poseer una dirigencia política de fuste, la histeria generalizada, expresada desde el presidente para abajo, no hacen más que confirmar las sospechas previas de la ciudadanía.
Vamos llegando a la carnadura.
Juntos por el Cambio se lanza a la contienda electoral de octubre sin más que su propio mesianismo que aún persiste en negar la derrota. La eclosión económica producto de más de tres años de políticas antinacionales y antipopulares no les permite presentar al país un solo logro de su gestión, sólo la esperanza de que el porvenir será mejor. Así, más que una opción político partidaria, Juntos por el Cambio se asemeja a una suerte de fe religiosa. Su retórica teleológica ha caído en el más profundo descredito, en tanto no ha podido solucionar un solo problema heredado de la gestión anterior. Por el contrario, ha detonado el Mercado Interno y endeudado al país. Sin programa, sin condiciones óptimas y sin una dirigencia capaz, no existe movilización que alcance para derrotar la marea inmensa de esperanza que se levanta detrás de la figura de Alberto Fernández.
Los resultados de las PASO son categóricos: con excepción de la CABA y Córdoba, se ganó en cada rincón del país. La movilización social expresa la voluntad de un sector del país de apoyar o rechazar una idea, un rumbo, una concepción del mundo y del país. Bien empleada, puede ser una herramienta de inconmensurable potencial. Más no será capaz de cumplir sus objetivos si se realiza en forma inorgánica, sin una dirigencia capacitada y sin proyecto más allá del odio y el rencor. Por ello no discutimos el número ni la contundencia electoral que ésta podría llegar a tener: sabemos que es nula de toda nulidad. El pasado 24 de agosto, la reacción anacrónica intentó manifestarse en contra de la voluntad popular del 11 de agosto. La misma existencia de aquella movilización, que a los ojos del Pueblo se percibió absolutamente atemporal, no hace más que fortalecer al candidato del Peronismo. Fue una verdadera manifestación del odio clasista, racial y antinacional de un sector minoritario del país que, a sabiendas de su condición de minoría, rechazó por “bárbara” la voluntad de prácticamente la mitad del país que eligió como su presidente a Alberto Fernández y a Cristina Kirchner como vicepresidenta.
No debemos confundirnos en este aspecto. Nada de lo que el gobierno pueda realizar podrá detener el curso de la historia, en tanto ésta la hacen los Pueblos. Y el Pueblo, en las calles y en las urnas, eligió su destino.
La concentración reaccionaria del 24 de agosto representa el ocaso del gobierno oligárquico. No tiene otro significado. La culminación de un breve período que no ha significado más que sufrimiento para todo aquel que habita suelo argentino. El 10 de diciembre comenzará otra historia.
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